sábado, 26 de noviembre de 2011

El árbol de Navidad

Érase una vez, tres niños que se dedicaron todo el día a desafiar y torturar a su madre, una princesa desdichada y despeinada (ni que decir tiene que el ogro del cuento no estaba ese día) y ésta, cansada de gritarles y castigarles infructuosamente, decidió montar el árbol de Navidad en espera de entretener a los nefastos nenes.
Ya por la mañana había intentado ocupar sus cabezas realizando las tareas del cole, pero sólo había conseguido en dos de los tres casos unos deberes hacendosos, propios de princesas, resultando en el último caso, un árbol genealógico con los rostros dibujados de los más horripilantes monstruos de cuentos de terror, cuando, de hecho, se trataba de un buen dibujante habitual. Los había sacado a la calle para que jugasen, les había dado de comer opíparamente, y a la pequeña, que se había despertado ese día con la salida del sol, a las seis de la mañana, la había, digamos que arrullado (luz apagada, mismo soniquete oral hasta que cayera, porque me tenía hasta el moño...) para que descansara, y no se tirara toda la tarde llorando por cualquier motivo no aparente.
Por lo tanto, con todos estos preparativos, nada podía fallar, el montaje se preveía magnífico cuando, fruto seguro de algún maleficio de bruja de cuento, los infantes comenzaron a querer poner adornos antes de que las tres piezas de el árbol de plástico, made in Taiwan o por allí cerca, estuvieran ensambladas.
El mayor sobre todo, a pesar de las indicaciones de más de dos mil decibelios, se dedicó a lanzar guirnaldas hacia el árbol, seguido por sus hermanas, quedando la decoración a la altura del betún, porque todo arrastraba por el suelo, puesto que nadie lo había colocado realmente, además de meter y sacar figuras de las cajas hasta que varias terminaron claramente mutiladas, por ejemplo, la ovejita, que quedó sin orejas.
Tras la maravillosa experiencia, y de nuevo otra opípara, esta vez merienda, la sufrida madre, decidió que, antes de avisar a Herodes, magnífico político y mejor persona, o que abandonarlos en el bosque sin migas de pan ni piedras...llevaría a sus hijos a lo alto del castillo, con el hada paciente, para que los aguantara un rato largo hasta la hora de la cena.
Sí es verdad que los gritos se oían a varias leguas, pero, tras una poción de hierbabuena, la princesa madre cerró los oídos y se dedicó a recoger sus desordenados dominios.
La cena se desarrolló, como siempre, ejerciendo, la antigua reina del lugar de sirvienta, y a las nueve, (más que tarde), subieron todos hacia sus aposentos, necesitando del "hechizo de la zapatilla" para conseguir decir: colorín colorado, este cuento se ha acabado.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Fin de semana

Recogida del cole, el mayor me indica todos los días al verme las buena nuevas ( que nunca son buenas): un punto negro esta vez. Y yo me pregunto : ¿ bajo qué punto de vista se puede otorgar a  la conducta de un individuo de seis años un punto de semejante color, y lo más importante: qué beneficios se obtienen con dicho premio inverso?.
La verdad es que no le doy importancia alguna, y en todo caso me resultan hasta graciosas ese tipo de apreciaciones educativas, pero procuro mantener el tipo delante del niño y simular que me importuna de algún modo su comportamiento.
La otras dos, en seguida me remarcan que ellas se han portado excelentemente, cosa que no cuadra cuando la gente, desde fuera, las ve abalanzarse sobre la merienda, incluso registrándome el bolso, como si no hubieran comido en la vida, hasta pegándose si fuera preciso en busca de la obtención del bocado más grande.
Cargada de mochilas, deberes, chaquetas  y las manos de dos niños de tres, intentamos dirigirnos hacia casa (realmente ese propósito lo tengo yo sola). De camino, peleas por coger todas las porquerías que encuentran por el suelo , o ramas de árboles, que ocasionan disputas por su tamaño ( como siempre, lo más grande o largo es lo más preciado...), y en medio del lío y lo aturdida que me llevan, la mediana, mirando hacia atrás, se da un camotazo contra una farola. Lo primero es el pensamiento de: voy a matarla, pero claro, la criatura llora y tiene una cara de "gran lástima" y me enternece, al fin y al cabo es mi hija, teniendo que colocarme mejor todo lo que llevo en las manos, para poder cogerla en brazos, mientras la pequeña me tira del brazo para que la coja a ella también.
Llegamos a casa, y se me ocurre ponerle hielo en la zona maltrecha. Error. La pequeña también quiere y con las manos en sendos parietales, llorando a moco tendido, empieza a gritar que le duele la cabeza a ella también, y que le ponga hielitos.
Mientras tanto, el otro, que aprovecha cualquier opción para hacer de las suyas, da con unas tijeras y se pone a recortar de las revistas regalos para pedírselos a los reyes, entre ellos, una "tableta", indicándome que así no tendrá que cogerme del cajón mi iPad.
Si me dedicara a gritar más de lo que lo hago, creo que los vecinos llamarían a la polícia local  para que me recogieran una temporada , pero realmente, me vendría bien, porque es un modo de descarga y de liberación de estrés acumulado.
Tanto que hay talleres de risoterapia, y la gente ríe en espera de mejorar sus vidas, ¿por qué no hay gritoterapia, mucho más eficaz de todas todas?.
El día siguiente, Sábado, fué mucho mejor, porque con la figura paterna presente, sólo nos toman el pelo un 90%.
Lo primero tras desayunar, los deberes: se dedican a chincharse los unos a los otros, a tirarse los colores a la cabeza , a borrarse lo hecho o a pintarse las hojas, por lo que terminamos separándolos, y con alguna que otra amenaza y borrando una y otra vez lo que hacen mal a propósito, acaban; y conseguimos vestirlos en menos de una hora y salir hacia nuestro destino: vamos a comer un arroz con unos amigos.
La descripción de una comida con ellos en cualquier restaurante la tenéis en episodios previos de este serial, podéis releerla y concuerda para todas las veces, con algunas variaciones: la mediana en este caso, decidió morder la copa, para llenar su boca de cristales. Su padre quiso matarla, pero primero se aseguró de que no se había hecho nada, y acto seguido, la castigó de pie, a nuestro lado, sin postre.
Por su parte el arroz y conejo estaba tan salado que ni las aceitunas en salmurera lo están tanto, y tras quejarnos, quisieron convencernos de que se podía comer poniéndonos de ejemplo a tres clientes ( bebedores habituales del local, conocidos por la amiga que venía con nosotros porque había trabajado allí hacía tiempo), inflados a cerveza, con la boca quemada de tanto tabaco y tanto carajillo, a los que no les había parecido salado.! No te jode ¡. Y si se la pones a un muerto tampoco se lo parece.
Pagamos, pero saben bien que no volveremos nunca más. Tal y como están las cosas con la crisis y no regalarnos ni los postres, cuando todos dejamos arroz en nuestro plato. Todos no, los zagales se comieron hasta las copas, como os he dicho, pero se tiraron toda la tarde pidiendo agua.
El Domingo, de nuevo sin nuestro oso gigante de peluche. Por la mañana los he sacado al parque un rato para poder comprar el pan y que mi pobre suegra pudiera hacernos de comer. Por supuesto no ha habido siesta, y la tarde de lluvia y frío ha sido de lo más aburrida encerrados en casa, por lo que no tengo mucho más que contaros. Además estaréis entretenidos con los recuentos de las votaciones, así es que os dejo hasta otro día.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Vacaciones en Roma (III y última parte, espero)

Al día siguiente, tras desayunar excesivamente (uno, en casa, se hace un desayuno normalito, y con eso basta; pero en estos sitios con desayuno buffet la gente se transforma (no es que a mí me haya pasado nunca...), como el doctor Hekyll y Mr. Hyde, comiendo huevos revueltos con bacon y salchichas, todo tipo de fiambres con pan, café y té, cereales, varios modelos de bollería, tostadas con mermeladas... saliendo de allí  hacia la habitación, no para lavarse los dientes, como hace creer todo el mundo, sino para tomar algún antiemético y poder aprovechar la mañana en hacer visitas turísticas).
La única ventaja del asunto, es que consigues energías para andar lo que te echen, y subir y bajar lo que haga falta, ayudada por el espíritu de culpa de llevar dos kilos más encima tras la ingesta.
Tras esta breve, pero necesaria introducción, continuamos la trama.
La mañana se empleó en ver el famoso Coliseo, pero como los ricos, con una guía y todo, que nos explicó muchas cosas interesantes, entre ellas, que en la anterior visita de la mañana que había guiado ( un grupo de delegados de no se qué gobierno de otro país), un señor, bien entrado en años, había "plasmado"su nombre con un destornillador en el preciado monumento de la humanidad. También nos indicó que era de lo más habitual que la gente se cortara las uñas con el cortauñas mientras ella hablaba...supongo que la pobre arquitecta estaba harta de aguantar idiotas, por eso debió quedar contenta con nuestro grupo, porque no hicimos nada demasiado raro.
Comimos pasta ( ¿a que no os lo imaginábais?), y por la tarde a la Fontana, también abarrotada de gente como la Plaza de España, y allí nos surgió la duda: ¿era echar una moneda para volver, dos para casarte y tres para divorciarte?, porque yo eché una y he vuelto, pero divorciada y casada de nuevo, por lo que decidimos unánimemente no echar ninguna y dejar en paz el destino.
Como indiqué en el anterior capítulo, no conseguí volver a comer esos deliciosos bocatas de rúcula, y de nuevo cenamos pasta, variando eso sí la salsa ( esta vez fué pesto),volviendo pronto al hotel, para descansar  lo que no podemos nunca, que levantarse a las 7 todos los días del año es enteramente desesperante.
El último día nos fuimos al Foro romano y al Palatino. Servía la entrada del día anterior del Coliseo, y como el avión salía por la tarde, podíamos utilizar toda la mañana en recorrerlo. Lo malo fué ir sin tener idea de lo que veíamos, pero he de agradecerle a mi acompañante las magníficas explicaciones del tipo: ¡ostiá, otra columna!, que me hicieron, sin duda alguna, muy llevadero el recorrido.
Vimos alguna que otra cosa más, y otras muchas nos quedaron, y finalmente regresamos a casa para continuar con nuestra vida normal...

jueves, 17 de noviembre de 2011

Relato antiguo

Pendiente de hacer la tercera entrega de mi viaje, limpiando esta mañana el despacho, encontré un relato que escribí en algún hueco de mi vida, con mi letra verdadera (en minúsculas, ininteligible para ningún ser que habite actualmente cualquier planeta conocido, excepto para mí, claro, sería preocupante lo contrario...), y he decidido compartirlo, ya que estamos, para celebrar las mil visitas.
4.45 de la tarde. Suena el timbre. No espero a nadie. Abro la puerta con prisa y pongo cara de ¡oh, no!. Se trata de una testiga (de una religión que no voy a mencionar en este medio) añosa, y su correspondiente "chica reclamo". Les digo que me tengo que ir, que tengo mucha prisa porque me espera mi abogado, y que he abierto la puerta porque ya me iba y veo que se quedan más o menos conformes, llamando a la puerta del vecino, lo que aprovecho para entrar, coger el bolso y salir a la calle para tratar de fingir lo que me he inventado sobre la marcha.
Aunque, ya que estoy en la calle, podría comprar algunas cosas que me faltan. Me dirijo a la tienda, cuando me doy cuenta de que no llevo dinero encima; habrá que pasar por un cajero.
Varío mi recorrido hasta llegar al más próximo. ¡ Qué suerte!, no hay nadie dentro llamando con su móvil (últimamente, los usuarios de teléfonos móviles creen que los cajeros son cabinas para llamar). Marco el número secreto y la máquina se apaga. Se ha ido la luz. ¿Será posible?. ¿Qué hago?. ¿Me voy o me espero?. ¿Hasta cuándo?. Cuando vuelva la luz, puede echar fuera la tarjeta, o quizás, como ya he marcado el número, si me voy, puede entrar alguien y desvalijarme la cuenta. LLamaré por el móvil para anularla. Pero, ¡ si no lo llevo!, malditas prisas por salir de casa hoy...
Decido sentarme fuera, en un banco, vigilando el cajero por si vuelve pronto la luz, pero pasa el rato y nada de nada. Intenta entrar en el cajero una madre con su carricoche, pero la puerta no se abre, la luz sigue cortada. Ahora que me fijo, los semáforos tampoco funcionan, ¡vaya caos automovilístico!.
Vuelvo a mirar hacia el cajero, sigue solitario e inútil, el pobre. Y como era de esperar, oigo un frenazo y ruido de cristales. ¡Dios mio, por qué habré estudiado medicina!. Ahora sí que tendré que abandonar la vigilancia. Me levanto, pero enseguida me calmo porque han salido de los coches y se están insultando: no les ha pasado nada.
 Me vuelvo a sentar, todavía tengo palpitaciones pero estoy contenta. Aunque sigo sin saber qué hacer con el puto cajero. Me estoy acordando de los testigos y sus familias.
Se acerca un hombre al cajero, lo intenta con la tarjeta, luego con la libreta y por último, zarandeando la puerta. Por lo menos me voy a reir un rato. Se va mascullando no sé qué... ¡Si usted supiera caballero!.
Me acuerdo entonces de la película de "La cabina", con Jose Luis López Vázquez, encerrado en ella. ¡Qué agobio!.
Esto desde luego no es igual, pero tengo que decidir hasta qué hora me quedo o si hago la noche en el banco. Si al menos pasara alguien conocido que me pudiera ayudar...
Aunque pensándolo bien, la situación puede aceptar también a algún desconocido. Pasa por la calle una muchacha y decido contarle mi tragedia. ¡Qué casualidad!, vive allí mismo y me dice que llame desde su casa, lo que hago inmediatamente y anulo por fin la dichosa tarjeta.
Vuelvo a la calle, creo que he estado demasiado empalagosa con la pobre dándole tantas veces las gracias, la próxima vez que me vea por la calle saldrá huyendo en dirección contraria.
La policía todavía está tomando declaración a las fieras corrupias del coche de antes.
No tengo tarjeta bancaria, no he comprado nada, he perdido la tarde pero, estoy contenta de nuevo. La cosa no ha acabado mal...

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Vacaciones en Roma ( II parte )

Casi mil visitas, madre mía cuánta responsabilidad...
Para los interesados en el desenlace de la trama, nos habíamos quedado por dos extranjeros, en una zona residencial perdida y alejada de la ciudad, sin medio de transporte, y sin haber visto todavía nada de nada turísticamente hablando.
Todo parecía acabado, como en las películas de intriga, cuando vimos que el mini-plano que nos habían dado en el hotel tenía el teléfono de un servicio de taxis. Medio en inglés, el señor lobo consiguió que llegara un vehículo a la dirección indicada, y por fin pudimos gastar el billete de cinco euros (y unos cuantos más), llegando al Vaticano varias horas después de haber aterrizado.
El resto fué coser y cantar, pudiendo ver "la Parroquia" y el Museo Vaticano, con Capilla Sixtina incluida, para luego familiarizarnos con todos los medios de transporte disponibles y tipos de tickets incluyendo lo principal: lugares de compra.
Por la tarde, a la Plaza de España, siempre llena de una inmensa cantidad de gente muy cansada, sentados eternamente en unas escaleras tan abarrotadas que no se puede ni subir por ellas, motivo por el cual, entramos en una tetería que parecía tener buena pinta.
Y sí, la tenía, y la carta ni os cuento, pero con un pequeño problema: el precio. Cuando ví las tarifas , ya sentados, pensé: busca lo más barato y pídelo, que queda bastante mal levantarnos tras despojarnos del bolso, el abrigo y una meada. Y así lo hice; me pedí un té de jazmín de 11 euros, y mi amado , un botellín de agua de tan sólo 5 euros. Los pasteles del lugar, ascendían a los 20 euros, por lo que decidí mirarlos y salir de allí antes de vaciar las cuentas bancarias.
Las comidas y cenas tuvieron precios más asequibles, habida cuenta de que la variedad era inexistente: podías tomar pasta o pizza. La innovación estuvo en una cena en un lugar de bocadillos caseros, donde había que comer de pie, pero contaban con gran cantidad de combinaciones, que te servían con el queso elegido caliente, casi todos con rúcula, que debe estar de moda por allí,  al que yo quise volver a comer y cenar todos los días restantes dado el apreciable aspecto físico del camarero, sin conseguirlo, por más que lo intenté...
Lo que me recuerda el calendario de sacerdotes que circulaba por todos los kioscos, que se vé que estando en Roma allí no hay calendario de bomberos y es de curas: os recomiendo fervientemente Julio, Septiembre y Diciembre, así como la portada. Debí comprármelo, pero no encontré justificación congruente para tal hecho en aquel momento.
Por cierto, no hemos tenido nada que ver en la caída de Berlusconi, nosotros sólo pasábamos por allí...